La sensación paranoica como karma de que las cosas no me alcanzan. No sé si llego al viernes con los suplementos húmedos de los que dependo: las lágrimas para los ojos secos, el cacao en manteca para los labios que quiebran, el aceite de almendra para las puntas, el splash de cítricos...Necesito un cuentagotas en realidad para evitar pisar la farmacia. Es que todavía en cuanto puedo, me resisto. Porque conservo esa idea de que esto y las perfumerías son un invento para viejas, como pensaba cuando era chica. A veces, sino siempre, el hábito descubre al monje: hoy dejo gran parte del sueldo en farmacity. Perdida entre las góndolas sé que mi ficción de género infantil eterno peligra (seriamente, peligra).
En otro orden de cosas, el síndrome que me ataca es selectivo: no puedo dejar de dispersarme, no puedo aprenderme las calles, no puedo dejar de leer poemitas cuando debería estar leyendo y escribiendo para un trabajo que entrego pasado mañana. La mayoría de edad me queda chica también, quiero decir.
Hoy tengo como nunca tuve: la espalda rota. Gajes de la edad. O de las manías. Porque no me alcanzan los hombros para el peso que cargo a diario. Es que no puedo ahorrar más gramos: no hay sobrecarga. Ya no llevo ropa. Meto los papeles justos y La Poesía. Ese libro (que son varios) siempre. La figurita repetida que viaja en todos mis morrales.
La superchería es no sacarlo como si cubriera de lleno las necesidades de aire, pan y agua...
Pongo la biblioteca en función de desagote: con esas paginitas, en este segundo cerebral, digo que me basta.
continuará...
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